domingo, 28 de febrero de 2010

Andar en el hielo (poema) y fragmentos de G

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Andar en el hielo

I

Qué puede esperarse de quien da la espalda a su río (J dixit). Quien huye un océano hablando de visitas y descubrimientos. Esta es la capital de un país que jamás mencioné. Apenas reconocí su bandera al distinguir las franjas verticales del atardecer alemán. Un horizonte de pólvora y noches rojas. Mediodías que parecen crepúsculos en desiertos donde el sol abrasa contra toda forma de vida. Iguanas aplastadas y tierra negra. Aquel es el paisaje que encuentro en la bandera de Alemania. Evitaría caminar hacia su embajada, volver la vista al fundido magenta y pólvora y ocre que funden ese paisaje horroroso. Evitaría recordar esa bandera por temor a sumirme en el paisaje, en atravesarlo y sentirme el único sobreviviente de una guerra nuclear. Es eso. La post-guerra despoblada. Tres franjas horizontales. Los cúmulos de cenizas bajo un atardecer marciano. Y yo caminando en él, solo. O quizás es al revés. Quizás trace un sendero en el desierto, un desfiladero absolutamente innecesario porque soy el único en caminarlo. Un trazado inútil de piedritas que restan en mi bolsillo y voy dejando detrás de mí como Hansel. ¿Quién seguiría mis pasos? Mi hermana está muy lejos. Ella es sobreviviente pero no yo. Ella y los otros porque este desierto no fue más que una ventana en la que decidí arrojarme. Hansel sin Gretel, sin esperanzas. Sin pedir que me acompañaran.
Bélgica. Al revés la bandera alemana, las franjas verticales y la corona, ya, flameando sin aliento en uno de los triángulos del palacio de justicia. Es un palacio enorme que revisten varias columnas jónicas y amplía una gran cúpula. No para de nevar desde la mañana y qué hago yo atravesando grandes palacios grises, avenidas bajo cero que me arrojan al frágil y momentáneo placer de ser un protagonista lóbrego. Mi nombre es Max Derrey y esta es una película rusa ambientada en los ochenta. Moscú o Leningrado. Soy KGB o trotskista o un joven perdido en Bruselas. El pasado es una toma lenta que no se puede cortar. Los pasajes supuestos, la representación de una ciudad desconocida años antes que naciera, todas éstas son ficciones amargas que solo duran unos minutos. Y cuando se va no la quisimos abandonar.
Mi nombre es Max Derrey, escondo mis manos entumecidas en los bolsillos del sobretodo y pienso que es mejor, a veces, sobrevivir o ahogarse en solitario cuando un atardecer rojo sobre tierras negras que no existen. O que aún no existen. Mejor que ahogarse entre un montón de muros resquebrajados y medianeras, ventanas que dan a contrafrente, terrazas donde se extienden infinitas ropas de vecinos (a pesar que llueva), insomnios acompasados por las bocinas que vuelven pisos más abajo, el lenguaje estólido de los bondis de línea o las cubiertas que acarician, apenas, el asfalto congelado de las calles de esta ciudad extranjera. La escarcha quebradiza y el insomnio. Mejor atravesar, a veces, un desierto que no existe.
La bandera belga es la alemana pero vertical. Un desierto desfigurado o que duerme como un ovillo. Quiere decir que el paisaje se dio vuelta y ya no es más un horizonte. O que nosotros nos dimos vuelta y yacemos de costado, sobre la tierra. O yo me di vuelta solo. Son tres líneas verticales y una corona. Eso está claro. Negro, amarillo, rojo. En ese orden. También es claro que camino Bruselas y atravieso calles grises y palaciegas. Nieva como en una de Hollywood. Pero esto es Leningrado o una capital vacía y gélida. Y Max Derrey camina. Igual que en el desierto, pero esta vez estoy seguro de que no soy un sobreviviente. No soy quien atraviesa una llanura humeante como el epílogo de una raza perdida. Sobrevivientes son los demás. Puedo alentar el paso o correr pero es lo mismo. Mientras camine la rue du Diamant y me pierda en sus calles seguiré inmóvil.

II

Crucé tres fronteras en menos de cinco días. Cinco en menos de un mes. Mañana atravieso otra; un río corriendo por los países planos como una culebra que rehúye el mar. Mañana Max Derrey toma el tren de media mañana a Holanda. Puede arrojar piedras detrás de sí como Hansel, y marcar su humilde y constante senderito, arrojar azucenas o dalias exóticas de selva o simples palabras. Pero no ocurriría nada. Quizás formen un pequeño cúmulo a su lado. Porque a pesar de las fronteras estoy inmóvil. Soy inmóvil. A veces es mejor no diferenciar ser de estar. Como ocurre en tantas lenguas. A veces son lo mismo, piensa Max Derrey franqueando la Plaza Roja. Ahora, mientras aminoro el paso o voy a trote sobre los adoquines helados de Bruselas, soy inmóvil.
Puedo marchar y andar cuadras y desiertos el mismo día. Esta ciudad se recorre de una punta a la otra en pocas horas. Acaso baste una sola si mantiene un paso firme y abstente de señalizaciones. Sin detenernos a tomar fotos y señalar monumentos, Europa se recorre en diez horas. Pero uno comprendería el viaje como una transición. El que viaja se mueve, toma trenes y recorre itinerarios y los improvisa. Pero Max Derrey sabe que esto no es siempre así y ríe. Lo que no me explico es como logré atravesar fronteras y parques y ciudades y permanecer quieto como una estatua o un animal paralizado mientras tanto. Eso piensa Max Derrey y ríe. Son muchos quienes pueden dar cuenta de esta condición. De eso no tengo dudas. Dicen que ocurre a una de cada cien personas. Y así y todo somos demasiados. Pude atravesar esta ciudad, entonces, y abrir una gran marca en sus caminos de nieve pero en verdad (hace largo rato, ya) no dejé de estar quieto. Un pez en el hielo. Max Derrey es una góndola de madera balsa apresada en una fotografía. Quisiera hablar, algún día, con esos faquires que se entierran en un bloque de hielo y pasan semanas así sin perder la vida. Sus cuerpos, al salir de los bloques, están morados y la primera sensación que experimentan es el llanto. Max Derrey escupe y mira las palomas refugiarse de la nevada. Entiende el llanto después del encierro.
No dudo, ni un poco, que mi inmovilidad inquebrantable debe sentirse igual a permanecer apresado en el hielo. Las paredes gélidas, los sonidos apagados, el agua corriendo lentamente sobre las curvaturas del cuerpo, a veces la claustrofobia. Si alguna vez me preguntaran cómo se siente sobrevivir, a solas, en un montón de hielo, seguramente respondería con todos los detalles. Una respuesta acre, sincera. Las voces exteriores apagadas por las gruesas capas de agua helada, el resplandor azulino y destellante que logra atravesarlas, la claustrofobia. Sé exactamente de qué trata esa historia. O esa fotografía. Así camino estos días (ya hace varios años comencé a practicar el hermetismo glacial) y puedo seguir caminando kilómetros sin haber andado, aunque sea, un centímetro.
Atravieso el mercado de la estación central, la torre que se marca la afluencia de las avenidas Henri Gaspar y bulevar de Waterloo, la torre que fue hogar y patíbulo de prisioneros belgas, los años después de la revolución, y la place central, el palacio parlamentario, puedo recorrer todas las ciudades de Europa y verme un faquir en un bloque de hielo. Caminar el desierto negro y rojizo como la bandera alemana. Y ser, al mismo tiempo, en un bloque de hielo. La avenida Corrientes un domingo, cuando sus edificios blancos de caras sucias y persianas bajas son víctimas del sol o un cielo gris de muerte. Max Derrey es un tipo duro o aplacado por el encierro, y puede recorrer el mundo sin salir de esta caja helada y resquebrajar, quizás, un día, lentamente sus paredes. Y si alguien le pregunta cómo es el mundo ahí afuera, cómo son los países bajos desde la ventanilla de un tren que atraviesa los campos níveos, las catedrales inmensas de Bruselas y Milán, si me preguntan por el rostro de París en invierno y en verano y por la ciudad gris y enfermiza en la que viví desde mi nacimiento, ciudad de la que no se cura, país que fue y será, arrastrado, si me preguntan por todos los desiertos donde anduve los describiría, quizás, o ensayaría un leve ladeo de boca, una sonrisa tuerta, mis ojos medio veteados por el frío, y el hilo de agua de deshielo que se filtra entre mis labios (hielo donde Max Derrey permaneció todo este tiempo).

Bruselas, 14-2
* * *

-Maricón, te estás volviendo existencialista.
-No me digas eso, son solo momentos...
* * *
Era belga pero sus padres eran de México. Nació en Bélgico, dijo, pero creció en el DF y ahora estaba de vuelta. Me preguntó que estudiaba y le dije nada. Qué hacía y le recité un poema de Juan Gelman. Entonces él mencionó los acantilados de mármol de Jünger y dije que lo había leído, las películas inconexas de Ken Loach y las había visto todas, las incorregibles novelas ejemplares de Cervantes que leí en el secundario, El desfile del amor de Pitol que yo había leído hacía un mes al encontrar el libro en la cuesta Moyano en Madrid, los cantos de Pound que había leído pero no todos, los cuentos completos de Poe que leí pero no completos, en inglés o la traducción de Julio Cortázar, preguntó, entonces dije que las dos, y los cuentos de Raymond Chandlers de los que solo leí uno, y El sonido y la furia de Faulkner que no había leído entero. ¿Y Malcom Lowry? Tampoco. ¿Pero qué leíste de Faulkner, entonces? Y yo le mencioné dos o tres novelas que mentira, hasta entonces solo había leído Las Palmeras Salvajes y un par de relatos bajados de internet.
(...)
Después de un largo tiempo sin decir nada, solo viendo por televisión una serie de detectives en Miami doblada al español de Castilla, G me contó que su padre había participado en las corridas de Tlatelolco en el 68, en el DF, cuando el ejército mexicano aplastó el levantamiento estudiantil como un montón de mosquetones acorralados por el destino absurdo y militar del continente. No me digas, le dije, sin despegar un ojo de la serie doblada que era aún más absurda que toda la historia junta, y él me dijo sí, mi padre tuvo mucha suerte, la única munición que lo alcanzó le atravesó el cráneo sin tocarle un nervio y yo le dije que eso no podía ser. Eso no puede ser, le dije, me acuerdo, desviando la mirada del televisor y acusándolo detenidamente como si pasara examen de sus rasgos. Entonces nos quedamos unos segundos en silencio como si afuera lloviera a baldes una historia adulterada con suficientes ácidos y fabulaciones para apagar cualquier florecimiento de la ausencia. Entonces pensé en los fusilados que entrevistó Rodolfo Walsh antes de escribir la mejor novela concebida en la Argentina y le pregunté más sobre su padre pero apenas sabía eso y aquello que había ocurrido en el 68 en México y París.
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