domingo, 28 de febrero de 2010

Fragmentos a Maia, Amsterdam

fragmentos a Maia
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Esta mañana de domingo, una ventisca de temporal entró violentamente al cuarto. La presión reventó los cristales de las ventanas. Aún así tuvo la deferencia de utilizar el pestillo. Abrió como un gran caballero y entró. Le ofrecí un café, conversar un poco y charlar las cosas. No me hizo caso. La ventisca giró y giró, en vórtices, llevándose todo a cualquier parte. Things fell apart and the center could not hold. Tus fotografías, Maia, las tuyas y nuestros retratos desaparecieron en un abrir y cerrar de ojos. Ahora restan mezcladas con un montón de cartas de despedida, facturas sin pagar, algunos libros que pensaba leer y poemas que pensaba escribir. Las hojas pálidas, marcadas por el pulso montesino de mis palabras, hojitas con caligramas azules, a veces, en los márgenes superiores. Dibujitos de cisnes muertos y arboledas (el resto, en blanco, lo dice todo), hojas pálidas como hojarasca después de la tormenta. Y como si el reproche me desnudara, imprevisto, y no bastara con pinchar mis nervios, la ventisca no se llevó las obras incompletas. Tal vez debería quemarlas o echarlas por la ventana. Porque ahí están, arrojadas en el suelo, en el balcón y la terraza, algunas hasta llegaron a la esquina de la calle y los cajones de basura. Ahí están, y cada vez que busco recogerlas me rindo, me digo nada sería necesario, me digo rendirse una mañana de invierno es ir juntos al desierto por última vez, y termino contemplando alguna de tus fotos, Maía, fotos que tomaste con tu Minolta A321 o fotos de tu rostro con esa expresión desangelada que cargabas, mintiendo, con muletillas y adornitos. Y me siento en el suelo como un adolescente, apoyo el torso contra la pared, enciendo un Camel y dejo que pase el crepúsculo y la tormenta mientras miro estas fotos y los poemas incompletos que revolotean, apenas, como pájaros heridos.

Amsterdam, 11:21 AM

Querida Maia, hoy me encuentro desesperadamente inexpresivo. Apenas logro sentir el ríspido aliento de la helada cuando camino por las calles y los puentes. Algunas putas me hablaron en el red district de Amsterdam. Me llamaron poeta, hombre solitario, corcel en el desierto. ¿Sabés semejante epíteto en inglés? ¿Se te ocurriría llamarme steed of the plaine? También me pidieron monedas. Los vagabundos, Maia, es difícil determinar si fumaron hachís, si son lúmpenes o lastimosamente alcohólicos como en Argentina. Aquel país que esta de olvido y siempre gris… Ellos me pedían monedas, cojeaban, hablaban flamenco o magrebí. Pero de ser nuestras pieles y vísceras invisibles, de mostrarnos abiertamente al mundo como se muestra un perro herido de muerte en una banquina (todas sus glorias y angustias en una sola postal lastimera) caminaría, entonces, las calles de Amsterdam con mis ojos vacuos y lagrimosos y echarían monedas a mis pies. ¡Es una estatua humana! gritarían sopranitos en holandés. ¡Es una estatua humana! ¿No te parece, Maia? Entonces los chiquitos se volverían a mis pasos, relojearían de mis pies a mi cabeza y, sumidos en aquel éxtasis que produce el desencanto, la curiosidad y la clemencia (las nenas, particularmente, tienen aquel sentido de observación más desarrollado), pedirían a sus padres unas monedas que yo recogería en silencio, apenas ladeando los labios, todo el esfuerzo que puedo hacer para ensayar una sonrisa. ¿No soy una gran estatua humana, Maia? ¿No quisieras trabajar conmigo a mi vuelta? Podríamos llevar un espectáculo, vos y yo, acá en el Damn Square en Amsterdam o en Plaza Francia, vos inflarías globos con poemas de Pizarnik y Enrique Lihn y treparías los árboles con largos paños de seda y muselina. Serías un ángel melancólico. Perfectamente porteño, desmedido, el sol del verano arreciando en las colinas del Centro Cultural Recoleta. ¿No te parece?

Amsterdam, 20:24 hs

Desde chicos nos enseñaron a sostener edificios ilusorios, hablar un inglés salido de las fachadas blancuzcas de los privados de la zona, levantar bibliotecas de formas extrañas y encontrar un paisaje precioso, sin interrupciones, sobre los paredones de hormigón que resquebrajábamos a pelotazos de plastibol. Buenos Aires es una ciudad derrotada, Maia. Un horizonte de medianeras y plazas acorraladas por rejas negras. Es Sâo Pablo, la ciudad luz por la que nadie se dignó a levantar una barricada. Su rostro es un departamento alquilado que ceba y fuma, entero, sobre una calle baja en un barrio despoblado. Buenos Aires vive de un salario fijo que apenas alcanza para prepagas y los chicos, un recibo de sueldo que flaquea como un mar desconocido y cambiante, lluvia sobre una plazoletas vacías, plantas secas, grafitis resquebrajados en playones de cemento. ¿Quién no cargó con un bloque de cemento marmolado estos últimos diez años? ¿Quién no cargó sus bloques como si fueran leves condensaciones de cirros, y los arrojó después desde el punto más alto de la autopista acceso Oeste? ¿Quién no pensó en tomar toda la Argentina, esconderla en su bolsillo y arrojarse con ella desde la torre del Parque de la Ciudad? Decime, Maia, para qué está esa torre de mierda, entonces, un centro espacial que se cae a pedazos y podés ver de todas partes. Para que el primer iluminado y corajudo se arroje, nomás, y aplaste contra las grises baldosas del parque los últimos treinta años. Para eso está. Y aún no hay quien se atreva a decirlo.


(...)

Amsterdam, 21:01 hs.

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* * *



La última noche, 17 de febrero,, recibí unos golpes vacuos, nada graves, de un drogadicto violentado que quiso robarnos una bicicleta. Es la tercera policía europea que toma nota de mis datos. Nombre, apellido y número de pasaporte. Ocurrió ayer, ya entrada la madrugada, es decir hoy, ayer lo dediqué todo el día a dormir y luego a recorrer la ciudad y tomar fotos.


(...)

la historia terminaba así


Lo vi hacer ademán de sacar su Colt de la sobaquera, el buzo como un sobretodo de la SS, eso sí, y ví cómo los jenízaros se arrugaban enteritos y luego los vi recular murmurando I want my bike, you fuck, y entonces medité muy dubitativamente, casi desconfiando de su agresividad, me pregunté si el ogro hijo de puta podía o no tener un arma en su bolsillo, de qué calibre y contextura. Pero en dos segundos, uno de los ingleses no tuvo mejor idea que gritar ¡He’s got a gun! y echar a correr y de pronto todos corrieron y gritaron y temieron por sus vidas. Claro que no me quedé atrás, muy estúpidamente me tardé cuatro segundos en subir a la bicicleta y pedalear hacia su fuga, creo que nunca fui ni volveré a ser un blanco tan fácil para un tirador borracho. Un tipo montando una bicicleta es una liebre gorda. Entonces pedaleé hacia los ingleses, los alcancé enseguida, seguimos camino con ellos. Creo que no se lo tomaron muy a la deriva. Cuando dejaron de correr, se dieron a una caminata ligera e ininterrumpida. Sus rostros estaban paralizados. Uno me dijo que venían de una ciudad chica y no estaban acostumbrados a estas cosas. Yo quise bromear un poco para pasar el mar rato y hablé de lo bonita que era la ciudad. Creo que dije que era un lugar demasiado precioso como para ser robado en él. It’s a god damn pretty place, dije norteamericano. Ellos caminaban a paso ligero, las pulsaciones acaso exageraran el camino que había tornado inesperadamente la noche, volvían hacia atrás cuidando de no ser muertos en sus vacaciones de amigos, no fuera acaecer una masacre en la ciudad donde solo buscaron chicas y marihuana legal y pasar un buen rato. Acaso un film clase B en las que un jugador de jockey deshuesa con una sierra eléctrica a quienes vacacionan en una playa. Oh no, por favor.
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