domingo, 28 de febrero de 2010

Noche del veinte

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I

Creer que una ciudad europea motiva la escritura es una ilusión. La misma utopía es creer que nuestras vacilaciones (el pasado y el rencor) desaparecen tan solo con residir en ellas. El que huye de sí mismo vuelve a encontrarse irremediablemente. Es el corolario del absurdo. Su ruta es una cinta de möebius.
El exilio, en cambio, reproduce sombras y fotografías distantes. Es más sencillo hablar de uno mismo cuando aquel que retratamos (con su equipaje y cicatrices) es un extranjero. Quien describe su reflejo realiza un acto de compunción. Es un traductor de su propia desgracia, de sus logros, descalabros y marchas triunfales.
Yo no dejo de narrar ceremonias en las que se inmiscuye, entre multitudes, un tipo que lleva mi nombre y mi pasaporte en el bolsillo; una silueta huidiza en la calle por la madrugada; un arranque en segunda que desaparece en la primera esquina. Pongámosle un nombre. Él es Max Derrey y su oficio es huir y temer. Soy su crítico y su perseguidor. Nadie refute que la alienación, en lo más recio de su parábola, produce este tipo de dobles. Personajes siniestros, detectives que no investigan nada, escritos y sombras. Y ya sabrían lo que sucede cuando dos clones se encuentran. No. Todo lo contrario. El encuentro de los doppelgangers. Es una resolución inmediata hacia aquello que nadie puede explicarme y llaman felicidad. La parábola quebrándose / una onomatopeya /crash. La destrucción inmediata y estridente de los espejos.

Esta noche caminamos la rue de Poissonniers hasta su estuario. Es una calle oscura y esencialmente africana que corre paralela al bulevar Ordino. Es decir del extremo norte al norte de la ciudad. Cuatro o cinco estaciones de la línea de metro IV (la rosa). En los brazos que cortan la rue de Poissonniers, a veces, se distingue el Sacre Coeur en lo más alto de la colina de Montmartre. Es un gran elefante blanco nacido en Bangladesh y asentado en París. La basílica es un refugio iluminado al que no se puede entrar a estas horas. Un refugio con las puertas cerradas. Asoma y vuelve desaparecer mientras caminamos la calle hasta el brazo del bulevar Barbes, es decir el Ordino, a unos metros de la Chapelle, unas siete cuadras de la Gare du Nord. De esa estación salen los trenes a Bélgica y Holanda y ahí había llegado yo la noche anterior.
Entonces caminamos rue de Poissonniers hasta el estuario. El edificio era el 1. Acá las numeraciones son confusas, parecieran seguir el trazado heteróclito del plano de la ciudad, psero este edificio era el 1 y por lo tanto el último o primero de toda rue de Poissonniers. Un edificio de los que acaban en mansardas y buhardillas como la mayoría. Había cuatro departamentos por piso (en una época habrían sido dos) sin ascensor. Subimos en vórtices tres escaleras, listones que crujen sin quebrarse y ventanas hechas para fumar asomado a la calle. Estas construcciones permanecen iguales a los palieres que captaban los rollos 33 mm del cine años cincuenta. Voy a cruzarme a Antoine Doiniel, me dije. Estos lugares no cambiaron nada.

En el tercer piso solo hablaban español. Una vez más, un montón de argentinos reunidos en un tres ambientes en París. Un club de latinoamericanos satisfechos de haber dado, al parecer, con el acierto de recoger sus libros y discos en Buenos Aires y volverse, ya definitivamente, a guaridas como la de rue de Poissonniers. Tangentes, huídas, exilios caseros.
1- Había una traductora que militaba en el NPA de Olivier Besancenot. No había frecuentado ningún círculo del barroquismo trotskista latinoamericano, pero acá, en París, me contaba, vivió la transición de la Ligue Communiste Revolutionaire a la fundación del NPA.
2- Había una rosarina que no se qué hacía y solo me hubiera interesado de haber podido llevarla a la cama. Rondaba los treinta y al parecer estaba casada.
3- Su marido era de Buenos Aires y decía chistes en voz baja. Rosario es un patio trasero de la capital, Uruguay es una provincia muy hermosa, Francia es un gran país para emigrar. Esto último no era un chiste, sino un cuadro que nos tomaba a cada uno como criaturas hechas en óleo. Nos pintaba el General De Gaulle, su semblante militar mostraba una cruz carlista.
4- Había una salteña que hizo los primeros años de carrera en Puán y por una de esas casualidades terminó en París (cuidando a una nena de seis años, recibiéndose en Sorbonne I).
5- Había otro pibe de Puán que era escritor y recibido en Filosofía. Vivo en París hace dos semanas, me dijo. Recién recibido. Con él salí al palier a fumar unos minutos. Yo vitoreé su título y él comentó que Puán tiene la tasa de recibidos más baja en Latinoamérica. Y que para el escritor, estudiar Letras en esa facultad puede resultar peligroso y hasta destructivo. Todos los escritores europeos hicieron carreras de letras, me decía, como si acá formaran su vocación. En Argentina, mejor dicho en Buenos Aires, en Puán, en verdad, parece resultar al revés. Letras acaba por destruir al que tenga la más mínima confusión, dijo. Como París termina por destruir las vocaciones que no son de hierro, dije yo.
Pablo (ese era su nombre porque ya olvidé el real) me decía que después de los primeros años uno comprende que la búsqueda sobrepasa la academia. Y si Puán está llena de estudiantes que no se reciben, afirmábamos, es porque es una fábrica frecuentada por tipos que tienen grandes bibliotecas, tipos que curiosean y asisten a las cátedras que interesan y nada más. Era de Salta, también, y estudió griego unos siete años antes de entrar a la facultad. Pero sólo le importaba lo contemporáneo. Traté de comentarle algo sobre Alain Badiou pero ni siquiera recordé el nombre de Badiou. Un discípulo de Althusser, le dije, y mencioné sus libros, pero no lo conocía. Después hablamos de Oscar Terán. Él llegó a tenerlo como docente en Pensamiento Argentino. Un tipazo. Gran profesor. Y nos aburrimos de nosotros mismos y volvimos al departamento.
6- Había una norteamericana con la que no podía hablar porque detesto el acento de los norteamericanos.
7- Un español que decía ser catalán y nada más. Entonces estás entre España y Europa, le dije al catalán, un poco riendo y otro poco cagándome en su nacionalismo y el sentido de pertenencia.
8- Estaban Florentina (yo tuve clases de literatura con su padre) y Fabiana y Matildhe. En verdad había ido con ellas.
9- Al resto no los conocí o no les hablé.
10- El dueño de casa era chileno y pasó buena parte de su vida en Berlín y acá. Cuando le preguntamos por sus hazañas y los visados, nos habló de casualidades y mucha suerte. Se casó con una francesa y terminó en París. En agosto parte a Barcelona porque seis años en esta ciudad, decía, pudren los ánimos de cualquiera. Hay que haber nacido acá o venir dispuesto a pasar los últimos días, dije yo. Entonces pensé en Vallejo y recordé Trilce, desplumé mi Parker y anoté unos versos en un block practiquísimo que llevo a todas partes.
Con el chileno hablamos un rato más largo (la proximidad desembocó en Pinochet y las dictaduras latinoamericanas). Chile, llegué a decirle, sintetiza la gran desilusión del continente. Entonces memoramos el suicidio de Allende y el bombardeo a la Moneda. Cuando se trata de memorar, enseguida narro los acontecimientos como si hiciera falta revivirlos a partir de los detalles. Con quién estaba Allende en el palacio, dije, a qué hora se pegó el tiro, cuál fue el comunicado radial que se pasaron los altos mandos. Matildhe sugirió que habláramos de otra cosa. Era sábado a la noche y estábamos en Francias. Entonces el chileno (que se llamaba José) cantó unos versos de Víctor Jara y comentó que vivió trece años de Pinochet.
-Soy hijo de la dictadura- dijo y el tenor de su voz se asemejó a una calle cubierta por la niebla- hijo de sus consecuencias.
-¿Lo sentís así?
-A los dieciocho años estuve en un cine en las afueras de Santiago. Unas seis horas estuve en la sala. Era lo que duraba un documental sobre los tiempos anteriores a Pinochet. Había descansos de quince minutos cada dos horas.- José abrió una botella y quiso seguir hablando. Un silencio de negra, después la continuación. -En los intervalos yo no podía parar de llorar. Ese día descubrí un país que ya estaba muerto. Una revolución social que había desaparecido.
José hablaba desde la distancia y la derrota ausente. Y esas eran sus palabras exactas porque las anoté en el block en cuanto pude y quise llorar vivamente y volverme a casa o al pasado aunque nada de eso hubiera tenido sentido. Cuando José hablaba de Allende el departamento parecía volverse gris y desaparecer lentamente en el tiempo. Al final nos despedimos, yo me fui por mi cuenta hacia la noche, de vuelta a la Porte de Clignancourt. Bajaron Pablo –el de Filosofía-, la otra chica de Salta y la norteamericana. Voy para el otro lado, les dije. Nos saludamos y nos deseamos suerte porque nunca más, puede ser, nos volvamos a ver.

II

Como las mujeres y la consecución de las pérdidas, las ciudades sí llegan a conocerse mejor si se escribe sobre ellas. Describir es narrar sobre sus habitantes y manías; los responsos que destilan los desagües de sus iglesias; las locuras de sus cafishes y sin techos nocturnos y sus tragedias más recónditas. Lo que no se lee al pie de página ni llega a los grandes diarios. Las historias mínimas son aguafuertes que esperan a ser impresas en la hoja de un escritor cualquiera. Esto es un rescate. Casi como arrojarme sobre un mar tormentoso sujeto a la base de un helicóptero. El cabo que rodea la cintura enflaquecida de Max Derrey cuelga de una arandela precaria y oxidada. Y aún así pretende arrojarse. Imprimir el rostro de la ciudad inmediata a sus pies. Cuatro pisos más abajo, sobre la rue Jean Cocteau.
Al salir de la casa del chileno caminé rue de Poissonniers en sentido inverso. Hasta esa noche había estado pensando y trabajando un poema largo dedicado a un amigo que está en Buenos Aires mientras yo recorro los saldos de París, y que también estuvo recorriendo los saldos de París mientras yo militaba y escribía en Buenos Aires. Creo, de hecho, que conocimos París como una sucesión fortuita, ya hace unos años. El pasó primero por Burdeos y después llegó a París. Mientras descubría Saint-Germán-des-Prés yo estaba en Belfast o al este de Irlanda, ya no recuerdo. Cuando bajé a Francia, él volvió a Buenos Aires. Solo coincidimos en dejarle una nota de agradecimiento sobre el sepulcro de un escritor. La primera tarde que recorrí el cementerio de Montparnasse estuve buen rato buscando su lápida. Coordinamos la expedición con un español de Toledo que llamaba “poeta” y que estaba dispuesto a perder su vuelo a Madrid si antes no encontraba el sepulcro del mismo escritor. Al fin la encontramos, el español la fotografió y después se fue. Entonces yo escribí en un pedazo de hoja cuadriculada una palabra y la aseguré sobre el sepulcro con algunas monedas de diez centavos argentinos que tenía. A unas pulgadas de mi pedazo papel, restaba, encogida por la humedad y la lluvia, una nota similar con la letra de mi amigo. También la fotografié y ya en Buenos Aires confirmamos la caligrafía.
Caminé rue de Poissonniers, entonces, pensando en este poema y un concierto de … que había estado cantando en silencio desde la media mañana (creo que soñé con el concierto o un lagarto de mosaicos similar al de Gaudí con un soundtrack similar de fondo) hasta fijarme, una vez más, en las calles oscuras de Poissonniers, los barrios que circundan, lejanos y tomados por una mayoría africana, la basílica de Sacre Coeur. En París los distritos o barrios se identifican con números pero éste bautismo es meramente administrativo y no contempla el semblante cambiante y difuso de una ciudad. En los distritos hay límites, postales filmográficas o prostitución de bajo costo. No caminaba Montmartre, entonces, ni las escalinatas filmadas por Truffaut en los 50s. Caminaba Château Rouge, un río vacío sobre el que sonaban dados invisibles, y una brisa leve arrastraba bolsas de nylon y cartones y maletas abandonadas. Rue de Poissonniers a las dos eran vendedores, putas de todas las edades y tallas, paseantes ocasionales y nocturnos. Ninguno era blanco y muchos caminaban sin tan solo parpadear. Eran miradas veteadas por el crack y la noche. Y decidí encender un cigarrillo y repetir el mismo gesto detectivesco al que se dan los extranjeros en las ciudades europeas. Caminar de noche sin destino aparente. Max Derrey, entonces, encendió un Camel y anduvó por rue de Poissonniers, pateó las cajas que se encontraban a sus pies y se fijó en las putas y los escaparates cerrados y en las marquesinas de tiendas que memoraban Haití, Costa de Marfil, Argelia.
Me dirigí en dirección a Clignancourt pero tomando otras calles, anotando sus nombres en el block. De noche podía ser Buenos Aires o una ciudad sin monumentos ni bandera. Edificios blancos y mansardas y veredas cubiertas por la mugre diurna.
(...)
20-2
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